No nos engañemos. A nadie le gusta hacer las cosas mal o equivocarse. Todo el mundo está orientado al éxito, y siempre que las cosas nos salen bien nos sentimos satisfechos, contentos, valiosos y, seguramente, valorados y orgullosos.
Sin embargo, somos falibles y no podemos asegurarnos el acierto en todo momento y en todas las ocasiones. Es un hecho que estamos sujetos a fallos, y que una de nuestras fuentes principales de aprendizaje es el "ensayo y error" (la experiencia misma del vivir).
Esta motivación por acertar, por lograr metas, por obtener la mejor versión de los trabajos que emprendemos puede pervertirse cuando deja de ser un estímulo para encubrir una exigencia: “ser perfectos”.
Y eso ya no es lo mismo. Vamos a ver por qué...
Cuando dejamos de contemplar la posibilidad de fracaso en cualquiera de nuestras tareas, estamos renunciando al impulso sano de superación para dejarnos cabalgar por una autocoacción inconsciente, lo cual nos pone en una situación muy comprometida, sin muchas más salidas que la ansiedad, el estrés y la autodevaluación.
Nos instalamos entonces en un perfeccionismo que inocula un veneno paralizante en la marcha hacia el logro de nuestros objetivos, muy alejado de ese esmero saludable que nos anima a mejorar, a crecer y transitar hacia la mejor versión de nosotros mismos.
No obstante, muchas veces la frontera entre ese perfeccionismo patológico y el sincero afán por dar lo mejor puede ser muy frágil, aun cuando es importante advertir que los territorios de uno y otro están gobernados por instancias bien diferentes.
El primero pertenece al dominio de las emociones inmaduras, aquellas que sentíamos en la infancia cuando necesitábamos obtener la aceptación y complacencia de los padres (representados ahora en jefes, reputación social, figuras admiradas, autoridades, etc.), y la marcada experiencia de falla e ineptitud cuando el nivel requerido no era alcanzado (salvando las diferencias de estilos educativos parentales específicos). Esto es lo que comúnmente es descrito en muchos ámbitos de la psicología como “niño emocional”. Y como niño, esta función psíquica funciona subordinada al canon de desempeño prefijado por los responsables de su instrucción y disciplina, sobre el cual pivota su realización, bien sometiéndose y persiguiéndolo, bien rebelándose y rechazándolo.
Se trata de un esquema basado en el mandato del tipo:
Y puesto que “si ando, en algún tramo encontraré un hoyo en el que puedo meter la pata”, la solución consecuente, protectora y defensiva (neurótica) es el bloqueo, la parálisis y la invalidez. Aunque no se trata de una detención relajada, sino de una quietud tensa que conlleva un enorme desgaste psicológico y físico causado por una intensa presión.
Como todo lo que se presiona se aplasta, el resultado de este "rasgo de personalidad" será muy probablemente la baja autoestima y la DEPRESIÓN, porque todo lo que se presiona se DEPRESIONA.
Un niño no puede vivir el rechazo y la falta de amor de las personas de las que depende y que necesita para sobrevivir, así que junto a esa persistencia de la emocionalidad infantil pervive la ignorancia de los límites, la creencia en que “TENGO QUE PODER CON TODO”, lo cual involucra un patrón implacable de omnipotencia que priva a la persona de establecer un centro y poner coordenadas que orienten su existencia, aceptando que su naturaleza humana está supeditada a limitaciones. ¡Ea, que no somos dioses! No en vano desde hace siglos algunas tradiciones nos hacen ciertas recomendaciones protectoras para que nuestro ego no se infle tanto que nos asfixie: ¡Conoce tus límites y acéptalos!
En cambio, el ámbito del compromiso y del amor por las cosas bien hechas es un negociado de la persona madura, del adulto que se asienta en la realidad y en la responsabilidad personal, lo cual quiere decir que responde de sus actuaciones y sus resultados. Y eso porque puede. Como adulto puede pagar los costes y sostenerse en las consecuencias (crítica, rechazo...). Es el caso de la persona que se plantea objetivos a cumplir y toma las decisiones y emprende las acciones que estima adecuadas para conducirse diligentemente hacia la obtención de sus metas, y esto obviamente generará un cierto nivel de activación (de ansiedad) pero también de movimiento y arranque del rendimiento.
Sin embargo, somos falibles y no podemos asegurarnos el acierto en todo momento y en todas las ocasiones. Es un hecho que estamos sujetos a fallos, y que una de nuestras fuentes principales de aprendizaje es el "ensayo y error" (la experiencia misma del vivir).
Esta motivación por acertar, por lograr metas, por obtener la mejor versión de los trabajos que emprendemos puede pervertirse cuando deja de ser un estímulo para encubrir una exigencia: “ser perfectos”.
Y eso ya no es lo mismo. Vamos a ver por qué...
Cuando dejamos de contemplar la posibilidad de fracaso en cualquiera de nuestras tareas, estamos renunciando al impulso sano de superación para dejarnos cabalgar por una autocoacción inconsciente, lo cual nos pone en una situación muy comprometida, sin muchas más salidas que la ansiedad, el estrés y la autodevaluación.
Nos instalamos entonces en un perfeccionismo que inocula un veneno paralizante en la marcha hacia el logro de nuestros objetivos, muy alejado de ese esmero saludable que nos anima a mejorar, a crecer y transitar hacia la mejor versión de nosotros mismos.
No obstante, muchas veces la frontera entre ese perfeccionismo patológico y el sincero afán por dar lo mejor puede ser muy frágil, aun cuando es importante advertir que los territorios de uno y otro están gobernados por instancias bien diferentes.
El primero pertenece al dominio de las emociones inmaduras, aquellas que sentíamos en la infancia cuando necesitábamos obtener la aceptación y complacencia de los padres (representados ahora en jefes, reputación social, figuras admiradas, autoridades, etc.), y la marcada experiencia de falla e ineptitud cuando el nivel requerido no era alcanzado (salvando las diferencias de estilos educativos parentales específicos). Esto es lo que comúnmente es descrito en muchos ámbitos de la psicología como “niño emocional”. Y como niño, esta función psíquica funciona subordinada al canon de desempeño prefijado por los responsables de su instrucción y disciplina, sobre el cual pivota su realización, bien sometiéndose y persiguiéndolo, bien rebelándose y rechazándolo.
Se trata de un esquema basado en el mandato del tipo:
“NO PUEDO METER LA PATA”
Y puesto que “si ando, en algún tramo encontraré un hoyo en el que puedo meter la pata”, la solución consecuente, protectora y defensiva (neurótica) es el bloqueo, la parálisis y la invalidez. Aunque no se trata de una detención relajada, sino de una quietud tensa que conlleva un enorme desgaste psicológico y físico causado por una intensa presión.
Como todo lo que se presiona se aplasta, el resultado de este "rasgo de personalidad" será muy probablemente la baja autoestima y la DEPRESIÓN, porque todo lo que se presiona se DEPRESIONA.
Un niño no puede vivir el rechazo y la falta de amor de las personas de las que depende y que necesita para sobrevivir, así que junto a esa persistencia de la emocionalidad infantil pervive la ignorancia de los límites, la creencia en que “TENGO QUE PODER CON TODO”, lo cual involucra un patrón implacable de omnipotencia que priva a la persona de establecer un centro y poner coordenadas que orienten su existencia, aceptando que su naturaleza humana está supeditada a limitaciones. ¡Ea, que no somos dioses! No en vano desde hace siglos algunas tradiciones nos hacen ciertas recomendaciones protectoras para que nuestro ego no se infle tanto que nos asfixie: ¡Conoce tus límites y acéptalos!
En cambio, el ámbito del compromiso y del amor por las cosas bien hechas es un negociado de la persona madura, del adulto que se asienta en la realidad y en la responsabilidad personal, lo cual quiere decir que responde de sus actuaciones y sus resultados. Y eso porque puede. Como adulto puede pagar los costes y sostenerse en las consecuencias (crítica, rechazo...). Es el caso de la persona que se plantea objetivos a cumplir y toma las decisiones y emprende las acciones que estima adecuadas para conducirse diligentemente hacia la obtención de sus metas, y esto obviamente generará un cierto nivel de activación (de ansiedad) pero también de movimiento y arranque del rendimiento.
En este caso la pauta personal sería:
“COMO LA PATA ES MÍA, SI YO LA METO YO LA SACO”
Esta actitud se traduce en una apertura a la experiencia y a la vivencia, puesto que uno se responsabiliza de las consecuencias de sus propias actuaciones, de los costes de sus decisiones, en cuya esfera no es una necesidad la perfección, pero si la integración y la completitud: ganar y perder, triunfar y fracasar, aceptación y rechazo, halago y crítica, alegría y tristeza, disfrute y sufrimiento. La vida real lo incluye todo.
El perfeccionista tiene sólo un punto de mira: el producto final. No ve el recorrido. No puede integrar el fracaso y la frustración, tiene un pensamiento dicotómico y por tanto funciona de forma polarizada: lo que no es triunfo es fracaso. Sesga cualquier aprendizaje, descubrimiento, soluciones parciales o inesperadas.
El perfeccionismo impone el molde de un “ser ideal”, esto es, una idea de lo que debe ser, que puede distanciarse bastante de lo que es en realidad y, por tanto, inalcanzable. En el anhelo por ese “ser ideal” uno se esfuerza y batalla con denuedo, y a veces obtiene éxitos, con el consiguiente sentimiento de orgullo.
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No obstante, esa zona gozosa está tan cercana (y por debajo) de las exigencias y "debeísmos" (“debo hacerlo bien”, “debo tener éxito”, “debo ser bueno”, “debo ser querido”, "debo tener buena imagen"…) que siempre falta o falla algo, de modo que ese “Yo imperativo” te degrada irremisiblemente y te hunde en un sentimiento de infravaloración y autodesprecio.
Ésta es la dinámica del ego, del carácter insubordinado, que es necesario descubrir para avenirse a los límites protectores y cobijar ahí al “ser real”, que libera de exigencias omnipotentes, pone orden en el caos y añade conocimiento a la ingenuidad.
La persona diligente y comprometida admite la realidad como proceso. Toda meta implica una dirección y un viaje, una siembra y una labranza. Por ejemplo, si siembra semillas de maíz existen muchas probabilidades de que obtenga maíz, pero también puede venir una plaga o una tormenta que arruine la cosecha. Este tipo de persona es capaz de enfrentarse a los reveses, sabe esperar y, aun en la derrota, retiene los aspectos descubiertos (tanto pequeños logros como carencias y defectos obstaculizadores) y recoge las experiencias como lecciones adquiridas en el camino, para aplicar en nuevos intentos en los que se permita rectificar lo equívoco y completar lo exiguo. Dimensiona entre éxito y fracaso y puede percibir grados y tonalidades entre ambos opuestos. Tiene fe en los procesos, pues al fin y al cabo, pese a que la producción se arrase por un pedrisco o se seque por descuido del agricultor, las semillas de maíz siempre darán maíz. Si no es en una es en otra; en algún momento el clima será propicio y siempre puede uno aplicarse más en el cultivo.
Y es justo en esos movimientos y evoluciones en donde el ser humano se ve perfeccionado, en tanto que el perfeccionismo es -con perdón- y en palabras de la película "El Club de la Lucha", simple masturbación, o como enseña el refrán "Lo perfecto es enemigo de lo bueno".
Todo esto se puede sintetizar en 5 puntos clave:
1. Motivación por la perfección: La motivación por lograr metas y obtener la mejor versión de nuestros trabajos puede convertirse en una exigencia de ser perfectos, lo cual puede llevar a la ansiedad, el estrés y la autodevaluación.
2. Perfeccionismo patológico: Este tipo de perfeccionismo está relacionado con emociones inmaduras y la necesidad de aceptación y complacencia de figuras de autoridad. Puede resultar en baja autoestima y depresión.
3. Compromiso y amor por las cosas bien hechas: La persona madura acepta la realidad y la responsabilidad personal, enfrentándose a las consecuencias de sus acciones y decisiones. Esta actitud genera un nivel saludable de activación y rendimiento.
4. Integración de experiencias: La vida real incluye tanto éxitos como fracasos. El perfeccionista solo se enfoca en el producto final y no puede integrar el fracaso y la frustración, lo que lleva a un pensamiento dicotómico.
5, Proceso de perfeccionamiento: La persona diligente y comprometida admite la realidad como un proceso, enfrentándose a los reveses y aprendiendo de las experiencias para aplicarlas en nuevos intentos.
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